Estimados Víctor Silva y Rodrigo Browne:
Luego de la lectura del libro “Antropofagias. Las indisciplinas de la comunicación” quisiera hacerles llegar algunos breves comentarios (y algunas inquietudes) respecto a lo allí vertido.
Como esta carta pretende ser una misiva informal me permitiré hablar en términos de lo que entiendo y de lo que no entiendo del volumen.
Entiendo (y me parece sumamente pertinente) el planteo sobre los modos de resistencia, los cuales están planteados en varias partes del libro y no siempre de un modo lineal. Me refiero a lo que aparece explícitamente planteado en el capítulo 4 como los primeros dos modos de resistencia: la resistencia arqueológica y la resistencia de la resistencia. A mi entender, estos dos elementos “estructuran” el planteo del libro y sugieren escapar a dos alternativas nocivas: el pensar dicotómico y el simulacro posmoderno. El gran desafío del volumen consiste en intentar ubicarse en un tercer espacio que se halle en algún punto distinto a dos extremos insatisfactorios; la defensa de una verdad absoluta o la desaparición de la verdad, ya que tanto uno como otro resultan autoritarios[1] (uno por defender una verdad que oprime al otro y otro por simular una verdad que hace desaparecer al otro) Este ubicarse en un tercer espacio, asimismo, viene vinculado a problemas concretos de nuestra realidad latinoamericana (realidad que excede a lo puramente latinoamericano): ¿qué hacer cuando el Estado-nación se fragmenta? ¿cómo resistir a la globalización económico-cultural? Asimismo, si lo vemos en términos de Hardt y Negri, este tercer espacio supone además, encontrar una alternativa respecto a dos formas de dominación: la imperialista y la imperial.
Por otra parte, entiendo que este tercer espacio viene vinculado al concepto de antropofagia (en oposición al de canibalismo), y que la opción antropófaga se vincula con la indisciplina comunicativa, tal como se plantea en el volumen, ya que la comunicación es la condición de posibilidad de ese posible tercer espacio de resistencia. Esto quiere decir, en resumen, que si Caliban se expresa en términos de la lengua de Próspero y que, incluso, Caliban ES Caliban en y por la lengua de Próspero, eso no quita la posibilidad de que en esa misma lengua pueda resistirse a Próspero, sin quedar atrapado en un marco de delimitación cultural impuesto que restrinja su capacidad de resistencia. De este modo, la importancia de “desencasillar” a la comunicación del anquilosamiento o método típico de cualquier otra ciencia implica abrir la posibilidad hacia:
Los modos en los que Caliban puede re-pensarse, reinventarse a sí mismo y liberarse del juego del otro
Los modos en los que Caliban puede tomar elementos de otros, de otras culturas y resignificarlos
En definitiva, asumir la indisciplina de la comunicación junto a la antropofagia, permite la posibilidad de independencia mental (por usar un término de Ardao), a pesar de que Caliban no pueda desprenderse de lo que lleva en el propio nombre (la imagen eurocéntrica del caníbal)
Caliban entonces, puede escapar así de dos opciones igualmente equívocas: o bien asumirse como caníbal (y así adoptar la dicotomía opresora eurocéntrica) o bien mimetizarse con Próspero, perdiéndose a sí mismo. La opción de la antropofagia, entonces, viene a ser el tercer espacio, en el cual sucede un cambio de mira en la percepción y auto-percepción de Caliban: pensar con la lengua del otro pero en los términos de sí mismo. En el libro hay dos claros ejemplos que grafican cómo es posible este cambio de mira:
la percepción de lo latinoamericano de los propios artistas latinoamericanos (en oposición a la visión de los europeos, para quien el otro resulta exótico, no natural)
la bossa nova, como fusión de elementos exógenos, pero desde la mirada de la propia cultura brasileña.
Este cambio de mira entiendo que es necesario, ya que habilita a un espacio creativo o de reinvención.
Hasta aquí lo que entiendo…
Lo que no entiendo es cómo se vincula todo esto con el “que se vayan todos” planteado en el último capítulo. Pero, antes de continuar, vale la pena hacer una aclaración: he hablado de lo que entiendo y lo que no entiendo y, llegado a este punto, he de decir qué quiere decir este “no entender”. Particularmente, se traduce en la pregunta: si yo adhiero a este tercer espacio, ¿qué implica esto? ¿En dónde estoy parado?
Comparto plenamente la necesidad de escapar a las dicotomías (por atentar ellas mismas, desde su propia constitución, a un recorte inconveniente en el modo del pensar). Comparto la necesidad también de no caer en el “todo vale” o en la banalidad propia de la posmodernidad (posmodernidad entendida en términos peyorativos, claro). Comparto la necesidad de resistir ante los múltiples procesos de globalización y comparto la apertura hacia una renovación creativa. Pero no comparto el “que se vayan todos” en varios sentidos:
En primer lugar, no comparto que el “que se vayan todos” sea realmente una proclama popular, tal como está planteada. La lectura de los hechos es, a mi entender, un tanto exagerada, por cuanto los conflictos en la Argentina, Chile o Bolivia (entre otros) que reseñan, no necesariamente implican algo así como que se pida a gritos que el Estado deba desaparecer. Más parece que la movilización no es contra el Estado sino contra ciertos funcionamientos del Estado.
Pero pongamos que en el punto “a” yo estoy errado por desconocimiento o miopía ante los hechos. A pesar de ello, no me doy cuenta qué especie de anarquía o caos permanece luego del “que se vayan todos”. ¿Qué se está proponiendo? ¿A qué abismo se propone el lanzamiento?
Pero pongamos que en el punto “b” yo estoy equivocado y que aquello que me pareció caótico no lo es tal. Aún así no veo qué es lo que garantiza que los pequeños movimientos, grupos, minorías, etc., puedan lograr una especie de entendimiento luego del “que se vayan todos”. Una posibilidad de entendimiento sería apelar a la teoría habermasiana pero, dado que no está citado en el libro, intuyo que no sería sensato asociar el planteo con el de Habermas.
Pero pongamos que en el punto “c”, fruto de mis prejuicios racionalistas, me haya equivocado y haya pretendido erróneamente que deba haber algo que “garantice” un orden posterior. En ese caso mi pregunta es mucho más minúscula: en caso de adherir al planteo de “antropofagias”: ¿qué debería hacer el intelectual que decidiera seguir la propuesta?
En resumidas cuentas, lo que quiero decir es que comparto la reconstrucción del problema, pero no llego a visualizar cuál es la alternativa propiamente dicha. Visualizo sí una apertura hacia el acontecimiento creativo pero no creo que el radical “que se vayan todos” sea la mejor forma de propiciarlo. ¿Acaso el “que se vayan todos” no deja el paso libre para el “todo vale”, para el simulacro y para que el imperio nos fagocite con mayor celeridad?
Saludos cordiales
Horacio Bernardo
De la paradoja del «Todo Vale »de Paul Feyerabend a la falacia de la falsa Libertad por Horacio Bernardo*
El epistemólogo Paul Feyerabend, quien arrojó una visión «anarquista» de la ciencia, resumió sus teorías críticas en la frase «todo vale». Se opuso, además, a un único «método científico» y a que cualquiera de las hoy conocidas como ciencias poseyera mayor valor cognitivo que, por ejemplo, la alquimia o la astrología. Detrás de la afirmación «todo vale», sin duda, hay una actitud de rebeldía y esto nos lleva a pensar que las críticas de Feyerabend nos conducen hacia una apertura intelectual y gnoseológica, bregando por la libertad de investigación y pensamiento. Quisiera detenerme en este concepto, en el de libertad, relacionado con la frase «todo vale» de Feyerabend, pues aquí, a mi entender, comienza a perfilarse la falacia y lo paradojal de la afirmación. Veamos este asunto.Dividamos el alcance de la afirmación en dos partes. El primero se dirige al «todo vale» en cuanto al método científico. Para Feyerabend no hay un método científico que nos conduzca hacia la «verdad», lo que lo lleva a la postura radical de afirmar que cualquier método es válido. Si admitimos la existencia del alcance anterior, entonces de él se desprende el segundo: el «todo vale» sobre el producto del conocimiento. Si cualquier método es válido, entonces el producto obtenido de cualquiera de ellos será válido. Por ejemplo, tomemos dos teorías que intentan determinar la edad del hombre en la tierra. Una de ellas utiliza como método la inducción, a partir de hallazgos y análisis de fragmentos. La otra se basa en el análisis del texto bíblico, procediendo a la cuenta de los días transcurridos entre el «nacimiento» de Adán hasta nuestra época. Vayamos al producto de ambas teorías; la primera determina que hace aproximadamente dos millones de años que el hombre apareció en la tierra , mientras que la segunda afirma que hace unos seis mil años. Si para Feyerabend ambos métodos son válidos, entonces serán válidos ambos productos, pues si, por ejemplo, no admitiéramos la teoría que parte de analizar el texto bíblico, tampoco estaríamos aceptando el «todo vale» planteado al inicio. Incluso si ambas teorías arribaran a conclusiones distintas a partir del mismo método, tampoco podríamos descartar ninguna de ellas porque, se debe recordar, el concepto «todo vale» implica la inconmensurabilidad de las teorías científicas. Por lo tanto, si para Feyerabend cualquiera de los métodos utilizados es válido, entonces el producto de ambos métodos será válido también.Ahora centrémonos en las teorías científicas. K. Popper afirma, con razón, que cualquier teoría científica implica algún tipo de restricción. Es posible, pues, llegar a obtener dos teorías incompatibles. En este caso, ¿cómo puede ser válido el «todo vale» de Feyerabend? Si adherimos a una, ¿podremos adherir a otra incompatible? He aquí donde comienza a vislumbrarse la paradoja. Podemos resumir lo antedicho en el siguiente esquema: a) si yo afirmo X sobre un hecho Y, b) entonces estoy negando Z (con Z distinto de X) sobre el hecho Y. Cualquier teoría, por ende, arribará a conclusiones que atentarán contra el todo vale de Feyerabend, porque, dado que cada teoría implica infinitas negaciones, validar absolutamente todos los métodos «científicos» y, por ende, todas las teorías posibles, implicará negarlas todas. Centrémonos ahora en probar la paradoja en el «todo vale» de Feyerabend. Para ello, supongamos que una teoría epistemológica, a través de un método «científico» M (válido para Feyerabend), arriba a la conclusión de que en ciencia «algunas cosas valen y otras no». Para Feyerabend, la conclusión sería correcta ya que, como vimos, el «todo vale» del producto se desprende del «todo vale» del método. Pero, si «todo vale» entonces no vale la afirmación «algunas cosas valen y otras no» y si vale «algunas cosas valen y otras no» no vale la afirmación «todo vale». ¿No estamos, pues, ante una paradoja?Si admitimos lo anterior, entonces deberíamos preguntarnos, ¿cómo se sustenta esta afirmación? Feyerabend encuentra argumentos a través de un estudio minucioso de la historia de la ciencia, y la observación de la comunidad científica. Su intención es despojar a esta última del poder que se autoadjudica, permitir la libertad de investigación, e incluso ceder cuota parte de «razón» a los ciudadanos comunes. «Todo vale» y libertad son conceptos que, al parecer, van unidos. Sin embargo, esta asociación resulta engañosa. Si nos regimos por el «todo vale» de Feyerabend, y admitimos que del «todo vale» del método se desprende el «todo vale» del producto, llegaremos a la conclusión de que no podremos aceptar una teoría X ya que, si así lo hacemos, estamos necesariamente negando una infinidad de teorías alternativas e incompatibles. Extendiendo este razonamiento surge que si adherimos a la teoría «todo vale» necesariamente no podemos adherir a ninguna otra teoría de cualquier índole, ya que si adhiriéramos a alguna dejaríamos de adherir a la teoría «todo vale». Cualquier teoría que aparezca o elaboremos deberemos descartarla sistemáticamente. Irónicamente, el «todo vale» se convierte en un «nada vale». Pero, como habrá notado el lector atento, «nada vale», es también una paradoja, pues si nada vale, tampoco valdría la afirmación «nada vale». El «todo vale» de Feyerabend, debe ser sustituido por la frase «nada vale, excepto esta frase». El «excepto esta frase» no resulta un mero «parche» para escapar a la paradoja, sino que es de fundamental importancia, ya que implica, como veremos, una cuestión de legitimidad de la misma negación. Expliquemos mejor este asunto.Si yo afirmo «nada vale, excepto esta frase», estoy afirmando «esta frase es la única válida», con lo cual mi frase es la única legítima. Pero, ¿en quién radica el poder y la legitimidad necesarias para sostener una postura de esta índole? ¿En Feyerabend? ¿En las personas comunes? Evidentemente, radicará en una persona o entidad concreta a la que, por ahora, llamaremos X. Necesariamente esta persona o entidad X debe tener algún justificativo que la habilite a afirmar «todo vale» y, por ende afirmar «sólo esta afirmación es válida». Pero, ¿es posible que exista tal persona o institución? ¿Cómo justificaría su postura? Precisamente la justificación es el argumento que sostiene la libertad «absoluta», aceptada, sin duda, por la comunidad en general porque, evidentemente nadie negaría un postulado que «vaya en pos de la libertad». Pero, ¿se ha notado cuál es la aberración de esta contradicción?. Terminamos confiriendo a una persona o entidad X, en pos de la libertad, la potestad para negarlo todo. El razonamiento de Feyerabend nos lleva a lo que podríamos denominar «falacia de la falsa libertad», que definimos como aquel postulado que, a través de la proclamación de la libertad absoluta, nos lleva a la posición contraria, o sea, a la esclavitud o la inmovilidad absoluta. Profundicemos un poco más sobre este concepto, observando cómo opera la «falacia de la falsa libertad» en la realidad.Vayámonos por un momento del campo científico e internémonos en el campo del arte. El «todo vale» de Feyerabend bien podría compararse con la actitud del artista Michel Duchamp, quien presentó un secador de pelo (entre otros objetos comunes y corrientes) como obra de arte. Su postura resulta análoga a la de Feyerabend respecto a la ciencia. Si adherimos a la postura de Duchamp, tendremos que admitir que «todo vale» en arte. No dista mucho esta afirmación de la tendencia del arte actual. Beatriz Sarlo señala muy bien este hecho, mostrando la actual crisis del arte. Si todo es arte, ¿qué sentido tiene hablar de arte?. Comparando esta postura con el «todo vale» de Feyerabend, la postura del «todo vale» en arte terminará siendo, «nada vale excepto esta afirmación», y por lo tanto, no sólo llegaremos a una completa confusión conceptual, sino que anularemos todas las posturas que intenten definirse como artísticas. Evidentemente, en el arte no existen «corrientes» contradictorias, por lo que el impacto de esta afirmación resulta distinto. Sin embargo, ambas comparten la «falacia de la falsa libertad», mediante la cual, en ciencia, se llega a negar cualquier teoría y, en arte, a generar un caos conceptual en detrimento del arte mismo. ¿Qué queremos decir con todo esto? ¿Estamos en contra de la libertad? Pues no. Por eso mismo creemos que es necesario notar esta falacia, para realmente identificar donde puede hallarse el verdadero indicio de libertad y donde no. Aquí no hablaremos de lo qué se entiende por libertad. Lo que sí haremos es ilustrar con un ejemplo la persona o entidad X antes citada, de quien hemos afirmado que parte de la legitimidad de la falacia. Para ello nos dirigiremos a la economía política.Para la teoría neoclásica, el Estado debe resumir su postura a la de «juez y gendarme», otorgando plena libertad económica. Para esta teoría, la economía si es libre, se autorregula. En los términos en que venimos hablando, podemos traducir esto en «la economía debe gozar de libertad absoluta». ¿No se asemeja esta afirmación a las intenciones del «todo vale? Habíamos dicho que el «todo vale» nos lleva a la conclusión «nada vale, excepto esta frase». También vimos que era necesaria alguna persona o entidad que legitimara esa frase. En este ejemplo, encontramos al mercado como entidad abstracta que legitima la falacia. En el caso teórico más puro, el de un mercado en competencia perfecta, la no existencia de monopolios, oligopolios y gobierno otorga a los empresarios la libertad absoluta para maximizar su beneficio. Sin embargo, en un análisis más profundo, vemos como, en esta teoría, «el mercado» se nos presenta como una mano divina que, en primer lugar, logra determinar de forma sistemática el precio de las mercaderías (salario incluido) y reducir la ganancia de los empresarios – a largo plazo – a cero. Por este motivo, cuanto más pura sea la competencia perfecta, más falaz será, y enarbolada en la libertad absoluta nos llevará a la esclavitud absoluta, vía desregulación de precios, disminución de la intervención estatal a niveles ínfimos, flexibilización laboral, etc. Cabe destacar que la teoría neoclásica de competencia perfecta se plantea sólo como un ejemplo, no es nuestra intención arribar a una conclusión exculsivamente contraria a ella. La intención última es, pues, lo mismo que en los ejemplos anteriores, invitar a la reflexión sobre las propuestas de libertad absoluta y sobre sus enunciados, muchas veces falaces y peligrosamente engañosos.
Lic. en Filosofía,Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación (UDELAR),Uruguay, proximafrase@yahoo.com
[1] Vinculado a cómo puede ser tan autoritaria la defensa de una verdad como de ninguna, me gustaría hacerte llegar un texto que escribí al respecto. Este se basa en el “todo vale” de Feyerabend (como aparente apertura total), trabajo en el cual intenté demostrar cómo sostener que “todo vale” es tan pernicioso como sostener una verdad única.
miércoles, 9 de julio de 2008
Reseña: René Jara
Víctor Silva Echeto / Rodrigo Browne Sartori
Antropofagias
Las indisciplinas de la comunicación
Editorial Biblioteca Nueva
Madrid, España
2007
Por René Jara R.
Con cierta recurrencia se abren los archivos de la discusión sobre el campo de las comunicaciones. Dentro de sus recientes aperturas, surge con periodicidad el re-planteamiento de ciertos tópicos: el carácter científico de la disciplina, el objeto de estudio específico o sus propias posibilidades epistémicas de producir conocimiento. Y de qué tipo.
Esa es la discusión que desea entablar este trabajo. Quizás por eso la primera provocación, tal vez la de mayor peso, sostiene la propia presencia del libro. ¿Es posible la comunión entre el ensayo y las comunicaciones? De ser posible, ¿en qué términos es susceptible de ser planteada?
Podemos encontrar algunas respuestas en estos nueve ensayos que hacen gala de un registro escritural de trinchera, vigoroso en la defensa del género como vehículo de expresión y pensamiento. En este juego, el develamiento de la herramienta de análisis hace aparecer junto a ella la propia precariedad de los materiales utilizados. Así, la cita se utiliza frecuentemente, con cierto desparpajo y libertad.
Sin embargo, la debilidad del recurso de segunda fuente cumple, además, otro objetivo: exhibir la flaqueza de los aparatos teóricos movilizados. En razón de este argumento desfilan conceptos tales como identidad, cultura, disciplina comunicacional, multiculturalismo y postcolonialismo. Revisados y criticados, aparecen a sazón como una especie de marcas, de simples etiquetas sobre las cuales trabaja el investigador.
Seguramente por esa razón es que la escritura se empeña en el formato de navegación, una que parece no arribar a puerto. A la luz de lo autores, interesa trabajar una mirada, un aterrizaje preciso en las voces del discurso, voces ni completas ni sesudas. Más bien fragmentarios y disolutos, nos hablan Grüner y Barbero -conocidos al dedillo. No escasean las referencias a Canclini, a Rossana Reguillo, a Renato Ortiz o a nuestros más próximos Alicia Salomone y Grinor Rojo.
Precisamente, estos usos que asume la escritura muestran el doble propósito: un interés por la revisión exhaustiva de la literatura especializada y una evidente inclinación hacia la propuesta programática. Dentro de este punto, la idea que cobra más fuerza y que atraviesa al conjunto de ensayos es la idea del caníbal. Tratada con cierto cuidado mediante una arqueología de la palabra, donde se cruzan escrituras tan disímiles como las de Shakespeare, Fernandez Retamar y Oswaldo Andrade, alumbra un bello trabajo de búsqueda y trascendencia.
Este camino, construido a la base del intercambio con Norval Bateillo Junior en Brasil, constituye esa suerte de plataforma estético política que se levanta como una forma de pensar las indisciplinas de la comunicación: “entre la vanguardia brasileña antropófaga y la revalorización de las Américas Calibanas”. La revitalización de la sugestiva idea de antropofagia cultural les sirve, por de pronto, para explicar la idea de iconofagia en la cultura occidental
Sin ignorar el carácter dispar de algunos de los trabajos presentados en este volumen, salta a la vista el sesgo del ejercicio. Nos aproximamos a unos registros que no esconden su predilección por ciertas miradas. Por de pronto, la enorme influencia de la llamada corriente postestructuralista encarnada en Barthes, Deleuze, Foucault y Derrida. También el Imperio de Negri y Hardt, además de la inesquivable obra de Edward Said.
Se puede evidenciar, entonces, la reposición del proceso hacia el ensayo. ¿Qué se busca en esta travesía, obsesionada con el mapa, con la cartografía, con los territorios, que al mismo tiempo se dirige alegre hacia el borde del precipicio? Podemos observar con cautela el ejercicio que nos proponen Silva Echeto y Browne Sartori en estas páginas, como quien espera los frutos de una cosecha por venir. Destaquemos además la confianza, ligereza y soltura con que se aproximan ambos autores a temas de gran espesor, constituyendo un ejercicio de valiente rebeldía, frente a las cláusulas que levantan la misma academia y sus disciplinas.
Antropofagias
Las indisciplinas de la comunicación
Editorial Biblioteca Nueva
Madrid, España
2007
Por René Jara R.
Con cierta recurrencia se abren los archivos de la discusión sobre el campo de las comunicaciones. Dentro de sus recientes aperturas, surge con periodicidad el re-planteamiento de ciertos tópicos: el carácter científico de la disciplina, el objeto de estudio específico o sus propias posibilidades epistémicas de producir conocimiento. Y de qué tipo.
Esa es la discusión que desea entablar este trabajo. Quizás por eso la primera provocación, tal vez la de mayor peso, sostiene la propia presencia del libro. ¿Es posible la comunión entre el ensayo y las comunicaciones? De ser posible, ¿en qué términos es susceptible de ser planteada?
Podemos encontrar algunas respuestas en estos nueve ensayos que hacen gala de un registro escritural de trinchera, vigoroso en la defensa del género como vehículo de expresión y pensamiento. En este juego, el develamiento de la herramienta de análisis hace aparecer junto a ella la propia precariedad de los materiales utilizados. Así, la cita se utiliza frecuentemente, con cierto desparpajo y libertad.
Sin embargo, la debilidad del recurso de segunda fuente cumple, además, otro objetivo: exhibir la flaqueza de los aparatos teóricos movilizados. En razón de este argumento desfilan conceptos tales como identidad, cultura, disciplina comunicacional, multiculturalismo y postcolonialismo. Revisados y criticados, aparecen a sazón como una especie de marcas, de simples etiquetas sobre las cuales trabaja el investigador.
Seguramente por esa razón es que la escritura se empeña en el formato de navegación, una que parece no arribar a puerto. A la luz de lo autores, interesa trabajar una mirada, un aterrizaje preciso en las voces del discurso, voces ni completas ni sesudas. Más bien fragmentarios y disolutos, nos hablan Grüner y Barbero -conocidos al dedillo. No escasean las referencias a Canclini, a Rossana Reguillo, a Renato Ortiz o a nuestros más próximos Alicia Salomone y Grinor Rojo.
Precisamente, estos usos que asume la escritura muestran el doble propósito: un interés por la revisión exhaustiva de la literatura especializada y una evidente inclinación hacia la propuesta programática. Dentro de este punto, la idea que cobra más fuerza y que atraviesa al conjunto de ensayos es la idea del caníbal. Tratada con cierto cuidado mediante una arqueología de la palabra, donde se cruzan escrituras tan disímiles como las de Shakespeare, Fernandez Retamar y Oswaldo Andrade, alumbra un bello trabajo de búsqueda y trascendencia.
Este camino, construido a la base del intercambio con Norval Bateillo Junior en Brasil, constituye esa suerte de plataforma estético política que se levanta como una forma de pensar las indisciplinas de la comunicación: “entre la vanguardia brasileña antropófaga y la revalorización de las Américas Calibanas”. La revitalización de la sugestiva idea de antropofagia cultural les sirve, por de pronto, para explicar la idea de iconofagia en la cultura occidental
Sin ignorar el carácter dispar de algunos de los trabajos presentados en este volumen, salta a la vista el sesgo del ejercicio. Nos aproximamos a unos registros que no esconden su predilección por ciertas miradas. Por de pronto, la enorme influencia de la llamada corriente postestructuralista encarnada en Barthes, Deleuze, Foucault y Derrida. También el Imperio de Negri y Hardt, además de la inesquivable obra de Edward Said.
Se puede evidenciar, entonces, la reposición del proceso hacia el ensayo. ¿Qué se busca en esta travesía, obsesionada con el mapa, con la cartografía, con los territorios, que al mismo tiempo se dirige alegre hacia el borde del precipicio? Podemos observar con cautela el ejercicio que nos proponen Silva Echeto y Browne Sartori en estas páginas, como quien espera los frutos de una cosecha por venir. Destaquemos además la confianza, ligereza y soltura con que se aproximan ambos autores a temas de gran espesor, constituyendo un ejercicio de valiente rebeldía, frente a las cláusulas que levantan la misma academia y sus disciplinas.
Análisis del libro de Pablo Paroli
Análisis de Pablo Paroli, Licenciado en Filosofía, Colaborador Honorario del Proyecto
Transformación de la Mediación: el conflicto entre tradición y transmisión
En el capítulo 1, el autor utiliza un pasaje de Homi Bhabha a partir del cual visualiza la forma en que se constituye la “otredad”, quedando su lugar establecido no como un opuesto al yo, sino a partir de su negación “La otredad debe ser vista como la negación necesaria de una identidad primordial, cultural o psíquica” (p. 28). En relación a la producción de esa otredad, afirma que las redes de comunicación la generan desde un “no-tiempo y un no-lugar”, desde el cual se observa una guerra de identidad vs alteridad “sin referencias históricas o representativas específicas”.
Análisis de Pablo Paroli, Licenciado en Filosofía, Colaborador Honorario del Proyecto Transformación de la Mediación: el conflicto entre Transmisión y Tradición
Sobre los medios de comunicación, más adelante utiliza las características atribuidas a la verdad por Paul Virilio y afirma que hay un cambio de los cánones desde los que algo es designado por verdadero. Se pasa de la objetividad a la actualidad (p. 29). En la siguiente página continúa con el tema de las transmisiones en directo, dice: “Este aparataje espectacular produce un giro epistemológico tan radical que alguien cuando afirma decir la verdad puede estar indicando completamente lo contrario de ésta, solo tiene que pronunciar un discurso coherente y creíble: único requisito para que pase a ser verdad”.
De aquí al apocalíptico paso de la clausura de la referencia parece no haber casi distancia: “la correspondencia entre palabra y cosa, propia del estadio de la oralidad, que había sido sustituido por la noción de representación de la cosa por la palabra en el estadio posterior de la invención de la imprenta, cede su lugar ahora a la creación de simulacros”. Y de aquí resulta la conclusión que ya ha sido anticipada “El mundo se parece cada vez más a los simulacros que difunden las pantallas televisivas o informáticas, es decir, parece encapsulado en torno a un mensaje disimulado sin referencias ni pautas representativas que puedan servirle como sostenedor del mismo” (p.29).
i) La afirmación del parecido entre el simulacro y el mundo liquida la ausencia de referente atribuida al simulacro. Al hablarse de un “parecido” se está intentando establecer una relación que vincule ambos dominios. Ya no se está hablando dentro del plano del sistema simbólico que después se verá reflejado en un monitor, sino que se trata de establecer una relación entre dos conujuntos diferentes: lo visualizado en ese monitor y lo existente fuera de él. Eliminada la idea de no referencialidad (porque de hecho ya pasa a existir una dupla signo-referencia) habrá que discutir el grado de convencionalismo que se le puede atribuir a la relación y desde dónde se produce.
ii) Es un hecho que el mundo se parece cada vez más a lo difundido en las pantallas televisivas. Y también se parece a lo reflejado en las fotografías, en el cine, en los dibujos, en los bosquejos, etc.. La afirmación no es escandalosa. Recuerda Gombrich a Oscar Wilde, para quien “no había niebla en Londres antes de que Whistler la pintara”, o el –ya sí escandaloso- irrealismo de Goodman “la naturaleza es un producto del arte y del discurso”. Pero de aquí no se puede inferir que el mundo no impone una cierta corrección a las representaciones que de él se hagan. Es cierto que “casi cualquier cosa puede representar a cualquier otra” (Goodman), pero una vez que se establece un sistema de referencia, los objetos que tengan un determinado tipo de características “automáticamente” se incorporarán bajo cierto concepto o representación. El convencionalismo del signo no implica su relatividad.
iii) El problema de planteos como el de la “clausura de la referencia” en los que son decisivos los medios materiales de su producción (digital) en el momento de establecer la verdad de la representación, dejan en un callejón sin salida al propio argumento. Si lo transmitido proviene de los medios digitales, entonces se le deben atribuir todas las características propuestas a estas transmisiones, lo que implica que cualquier representación ofrecida en base a esos medios pasará a ser un simulacro, inclusive las propias representaciones. Todo pasa a ser simulacro. Lo único que interesa es que la lógica de la representación sea coherente, por lo tanto se nos “pierde” el mundo a todos (incluyendo al “Otro”).
¿Qué parece quedar entonces? HECHOS PUROS. Para contrarrestar la mediatización de la información, en el libro se recurre constantemente al “hecho puro”, en contraposición a lo transmitido por los medios, por ejemplo cuando se compara lo informado por las cadenas internacionales durante la guerra de Irak y lo que “realmente” sucedió. Así como no se puede aceptar que una transmisión sea “verdadera” por ser “en directo”, no se puede aceptar que una observación sea “verdadera” por ser “en directo”. La observación no es neutral (Arnheim. Gombrich. Hoschberg, etc. etc. etc.).
Transformación de la Mediación: el conflicto entre tradición y transmisión
En el capítulo 1, el autor utiliza un pasaje de Homi Bhabha a partir del cual visualiza la forma en que se constituye la “otredad”, quedando su lugar establecido no como un opuesto al yo, sino a partir de su negación “La otredad debe ser vista como la negación necesaria de una identidad primordial, cultural o psíquica” (p. 28). En relación a la producción de esa otredad, afirma que las redes de comunicación la generan desde un “no-tiempo y un no-lugar”, desde el cual se observa una guerra de identidad vs alteridad “sin referencias históricas o representativas específicas”.
Análisis de Pablo Paroli, Licenciado en Filosofía, Colaborador Honorario del Proyecto Transformación de la Mediación: el conflicto entre Transmisión y Tradición
Sobre los medios de comunicación, más adelante utiliza las características atribuidas a la verdad por Paul Virilio y afirma que hay un cambio de los cánones desde los que algo es designado por verdadero. Se pasa de la objetividad a la actualidad (p. 29). En la siguiente página continúa con el tema de las transmisiones en directo, dice: “Este aparataje espectacular produce un giro epistemológico tan radical que alguien cuando afirma decir la verdad puede estar indicando completamente lo contrario de ésta, solo tiene que pronunciar un discurso coherente y creíble: único requisito para que pase a ser verdad”.
De aquí al apocalíptico paso de la clausura de la referencia parece no haber casi distancia: “la correspondencia entre palabra y cosa, propia del estadio de la oralidad, que había sido sustituido por la noción de representación de la cosa por la palabra en el estadio posterior de la invención de la imprenta, cede su lugar ahora a la creación de simulacros”. Y de aquí resulta la conclusión que ya ha sido anticipada “El mundo se parece cada vez más a los simulacros que difunden las pantallas televisivas o informáticas, es decir, parece encapsulado en torno a un mensaje disimulado sin referencias ni pautas representativas que puedan servirle como sostenedor del mismo” (p.29).
i) La afirmación del parecido entre el simulacro y el mundo liquida la ausencia de referente atribuida al simulacro. Al hablarse de un “parecido” se está intentando establecer una relación que vincule ambos dominios. Ya no se está hablando dentro del plano del sistema simbólico que después se verá reflejado en un monitor, sino que se trata de establecer una relación entre dos conujuntos diferentes: lo visualizado en ese monitor y lo existente fuera de él. Eliminada la idea de no referencialidad (porque de hecho ya pasa a existir una dupla signo-referencia) habrá que discutir el grado de convencionalismo que se le puede atribuir a la relación y desde dónde se produce.
ii) Es un hecho que el mundo se parece cada vez más a lo difundido en las pantallas televisivas. Y también se parece a lo reflejado en las fotografías, en el cine, en los dibujos, en los bosquejos, etc.. La afirmación no es escandalosa. Recuerda Gombrich a Oscar Wilde, para quien “no había niebla en Londres antes de que Whistler la pintara”, o el –ya sí escandaloso- irrealismo de Goodman “la naturaleza es un producto del arte y del discurso”. Pero de aquí no se puede inferir que el mundo no impone una cierta corrección a las representaciones que de él se hagan. Es cierto que “casi cualquier cosa puede representar a cualquier otra” (Goodman), pero una vez que se establece un sistema de referencia, los objetos que tengan un determinado tipo de características “automáticamente” se incorporarán bajo cierto concepto o representación. El convencionalismo del signo no implica su relatividad.
iii) El problema de planteos como el de la “clausura de la referencia” en los que son decisivos los medios materiales de su producción (digital) en el momento de establecer la verdad de la representación, dejan en un callejón sin salida al propio argumento. Si lo transmitido proviene de los medios digitales, entonces se le deben atribuir todas las características propuestas a estas transmisiones, lo que implica que cualquier representación ofrecida en base a esos medios pasará a ser un simulacro, inclusive las propias representaciones. Todo pasa a ser simulacro. Lo único que interesa es que la lógica de la representación sea coherente, por lo tanto se nos “pierde” el mundo a todos (incluyendo al “Otro”).
¿Qué parece quedar entonces? HECHOS PUROS. Para contrarrestar la mediatización de la información, en el libro se recurre constantemente al “hecho puro”, en contraposición a lo transmitido por los medios, por ejemplo cuando se compara lo informado por las cadenas internacionales durante la guerra de Irak y lo que “realmente” sucedió. Así como no se puede aceptar que una transmisión sea “verdadera” por ser “en directo”, no se puede aceptar que una observación sea “verdadera” por ser “en directo”. La observación no es neutral (Arnheim. Gombrich. Hoschberg, etc. etc. etc.).
Presentación del libro Antropofagias: Sergio Fiedler
Antropofagias. Para usar las palabras de Oswald de Andrade, la antropofagia es el acto cultural de devorar un enemigo sacro para transformarlo en tótem. No hablo de una antropofagia que nos envilezca y nos degrade, sino de una dieta de fibra humana que, en la pragmática de su violencia, nos produzca y nos enseñe amar al momento del consumo y la consumación. Cuándo nosotros, académicos-antropófagos, nos disponemos a escribir, lo hacemos en relación a un territorio poblado de signos, cada cual con un origen y destino propio, siendo nuestra escritura nada más que un cruce particular de las múltiples trayectorias que mantienen estos signos. Devoramos el signo para transformarlo en concepto. Pero no hacemos un concepto de cualquier signo. Así como el carpintero elije una madera especial para fabricar la mesa que desea, nosotros escogemos el material correcto para el sentido que queremos componer. Esta elección la hacemos por medio de la lectura y la interpretación, lo que leemos e interpretamos son los signos. Los signos son cualidades de color, de textura, de sabor y de afecto, signos capaces de ser afectados y someterse a la fuerza, o signos capaces de afectar y liberar una fuerza.
El signo es como un ladrillo, los puedes usar para construir una prisión o reventar una vidriera, su sentido siempre depende de la fuerza que es capaz de aprehenderlo. El signo es el indicador entonces de un potencial futuro, de una multiplicidad de niveles y de acciones posibles. Devorar el signo consiste en darle expresión a un potencial deseado que existe dentro de el. Nuestra escritura es entonces creación, no simplemente una representación de las cosas que observamos.
La interpretación se convierte en la aplicación específica de una fuerza, el sentido es entonces resultado de un encuentro entre líneas de fuerza, cada una de las cuales es un complejo de otras fuerzas. El proceso de lectura e interpretación que acá tiene lugar puede ser descrito indefinidamente en cualquier dirección, de manera que no hay totalidad expresiva que amarre de una vez cada elemento significante en un nudo lógico único. No hay unidad, sólo un territorio de luz donde el brazo del artesano se encuentra con la herramienta y la herramienta con la madera, de la misma manera que el ojo del académico-antropófago se encuentra con el sentido y el sentido con la palabra. Aquí no hay dualismos entre sujeto y objeto, el brazo es la materia prima de la madera así como el ojo es la materia prima de la palabra. El propio cuerpo del académico antropófago se ofrenda para ser moldeado por las mandíbulas del signo, de la misma manera en que este último es devorado desde la perspectiva de quien lo lee y lo interpreta. Si bien los signos no son pasivos, los signos en cierto modo son siempre de alguna manera derrotados por la interpretación, y en última instancia encerrados siempre en un contenido. El académico-antropófago es quien da expresión a ese contenido por medio de la escritura., es quien aplica más fuerza y lleva la de ganar hasta que su propio texto se vuelva en signo para que otro académico-antropófago lo devore. Siempre perdemos el control de lo que intencionamos, el signo que devoramos se transforma en tótem.
Para el académico-antropófago, el sentido entonces ya no existe bajo la sombra despótica de la palabra única, no hay una relación inevitable y necesaria entre la lógica del significante y la lógica del significado, sino el constante desencuentro y desplazamiento entre ambas producido por el evento creativo que es el devenir antropófago. No nos vamos a sentar a esperar a ser condenados o absueltos por el tribunal supremo de aquellos que defienden el canon de la disciplina. Aunque nuestro pensamiento se enuncie y produzca dentro de la institucionalidad simbólicamente ordenada pero imaginariamente derruida de la universidad, se mueve sin reposo por sus exteriores, sin temor a los guardias fronterizos, sin miedo a transformarse en el ladrillo que haga estallar la vidriera.
Utilizando las palabras de Brian Massumi en su Guía de Usuarios al Capitalismo y la Esquizofrenia, me pregunto y les pregunto a los autores de este gran libro que es Antropofagias: ¿cuál será sujeto que lance el ladrillo contra la vidriera? ¿Será un brazo conectado a un cuerpo? ¿O un brazo asociado a un cerebro enjaulado en un cuerpo? ¿Cuál es el proceso de conexión entre el cerebro y el ladrillo que hace imposible prescindir de la comunicación entre la cultura y la ciencia? ¿Cómo podemos explorar los potenciales de sus respectivos medios de expresión sin caer en el culturalismo o el naturalismo? ¿No será entonces la vidriera también un espejo? ¿No será la antropofagia un acto de masticar y engullir lo humano para encontrar las posibilidades de imaginar valores y formas de vida más allá de lo puramente humano?
Sergio Fiedler
Universidad ARCIS
Valparaíso
El signo es como un ladrillo, los puedes usar para construir una prisión o reventar una vidriera, su sentido siempre depende de la fuerza que es capaz de aprehenderlo. El signo es el indicador entonces de un potencial futuro, de una multiplicidad de niveles y de acciones posibles. Devorar el signo consiste en darle expresión a un potencial deseado que existe dentro de el. Nuestra escritura es entonces creación, no simplemente una representación de las cosas que observamos.
La interpretación se convierte en la aplicación específica de una fuerza, el sentido es entonces resultado de un encuentro entre líneas de fuerza, cada una de las cuales es un complejo de otras fuerzas. El proceso de lectura e interpretación que acá tiene lugar puede ser descrito indefinidamente en cualquier dirección, de manera que no hay totalidad expresiva que amarre de una vez cada elemento significante en un nudo lógico único. No hay unidad, sólo un territorio de luz donde el brazo del artesano se encuentra con la herramienta y la herramienta con la madera, de la misma manera que el ojo del académico-antropófago se encuentra con el sentido y el sentido con la palabra. Aquí no hay dualismos entre sujeto y objeto, el brazo es la materia prima de la madera así como el ojo es la materia prima de la palabra. El propio cuerpo del académico antropófago se ofrenda para ser moldeado por las mandíbulas del signo, de la misma manera en que este último es devorado desde la perspectiva de quien lo lee y lo interpreta. Si bien los signos no son pasivos, los signos en cierto modo son siempre de alguna manera derrotados por la interpretación, y en última instancia encerrados siempre en un contenido. El académico-antropófago es quien da expresión a ese contenido por medio de la escritura., es quien aplica más fuerza y lleva la de ganar hasta que su propio texto se vuelva en signo para que otro académico-antropófago lo devore. Siempre perdemos el control de lo que intencionamos, el signo que devoramos se transforma en tótem.
Para el académico-antropófago, el sentido entonces ya no existe bajo la sombra despótica de la palabra única, no hay una relación inevitable y necesaria entre la lógica del significante y la lógica del significado, sino el constante desencuentro y desplazamiento entre ambas producido por el evento creativo que es el devenir antropófago. No nos vamos a sentar a esperar a ser condenados o absueltos por el tribunal supremo de aquellos que defienden el canon de la disciplina. Aunque nuestro pensamiento se enuncie y produzca dentro de la institucionalidad simbólicamente ordenada pero imaginariamente derruida de la universidad, se mueve sin reposo por sus exteriores, sin temor a los guardias fronterizos, sin miedo a transformarse en el ladrillo que haga estallar la vidriera.
Utilizando las palabras de Brian Massumi en su Guía de Usuarios al Capitalismo y la Esquizofrenia, me pregunto y les pregunto a los autores de este gran libro que es Antropofagias: ¿cuál será sujeto que lance el ladrillo contra la vidriera? ¿Será un brazo conectado a un cuerpo? ¿O un brazo asociado a un cerebro enjaulado en un cuerpo? ¿Cuál es el proceso de conexión entre el cerebro y el ladrillo que hace imposible prescindir de la comunicación entre la cultura y la ciencia? ¿Cómo podemos explorar los potenciales de sus respectivos medios de expresión sin caer en el culturalismo o el naturalismo? ¿No será entonces la vidriera también un espejo? ¿No será la antropofagia un acto de masticar y engullir lo humano para encontrar las posibilidades de imaginar valores y formas de vida más allá de lo puramente humano?
Sergio Fiedler
Universidad ARCIS
Valparaíso
Recensión: Roberto Follari
Peripecias del posestructuralismo en comunicación
Antropofagias (la indisciplina de la comunicación); de Víctor Silva Echeto y Rodrigo Brownes Sartori, Biblioteca Nueva, Madrid, 2007, 172 pp.
Bienvenidos el talante polémico y la seriedad cognitiva puestos en el trabajo de este par de investigadores que trabajan en universidades chilenas (aún cuando Silva Echeto sea oriundo del Uruguay). Por una parte, no sobra en la academia actual el ánimo para plantear discusiones, en contra de aquellos que obvian –en nombre de una mal entendida cortesía- toda crítica y todo enfrentamiento de ideas. A su vez, el cuidado en el estilo expositivo tanto como en la referencia a las fuentes, deja claro que el rigor intelectual es un prerrequisito de la crítica a los formalismos practicada por los posestructuralistas. Si alguien cree que deconstrucción es sinónimo de un crudo anti-método, o el elogio del acontecimiento una coartada para la pereza intelectual, este libro viene a contradecirlo de manera contundente.
El trabajo se compone de una serie de capítulos en gran medida independientes entre sí, aun cuando entrelazados por el enfoque que los subtiende: una búsqueda de politizar el debate sobre comunicación, desde una crítica radical hacia las nociones modernas de abstracción y de conceptualización, en lo que conllevan de homogeneizador y generalizante.
De ningún modo seguiremos el detalle de los textos que componen esta obra, lo cual nos llevaría demasiado lejos en longitud, pero además no haría justicia a la idea central que los rige: los meandros de la realidad debieran ser seguidos por el pensamiento en su minucia y su multiplicidad intrínsecas. Así, no cabe una síntesis que no resulte una traición a la versión previa que se pretendió sintetizar (la cual –por su parte- en esta tesitura nunca resultaría originaria).
Es destacable que –contra el adaptacionismo que gana a buena parte de la producción sobre comunicación en el subcontinente- el libro guarda una atenta decisión de intervenir en lo político: el capítulo sobre el 11 de setiembre chileno y el 11 de setiembre del ataque a las Torres gemelas es elocuente al respecto, poniendo nombre y apellido a algunos responsables no siempre conocidos; y la consideración no simplemente elogiosa de los estudios culturales (en su reconocida versión complaciente con el capitalismo de mercado), marcan definidamente lo que afirmamos.
La asunción de lo posestructuralista está planteada desde la idea de adecuarse a una episteme posmoderna; en el libro hay una escritura fiel al colapso de la modernidad, pero no por ello establecida en las abdicaciones al pensamiento crítico que son habituales en pensadores que se asumen como posmodernos. No es casual que los autores a que se apela (Derrida, Foucault, Deleuze) sean posestructuralistas y no propiamente posmodernos, pues en estos últimos el filo de la negación ha sido concientemente abandonado.
Un tema tan transitado como el de la interculturalidad es trabajado desde enfoques novedosos, y sin abandonarse a la torpe noción de simetría intercultural que suele proponerse desde el canónico “enfoque Benetton”: las culturas diferentes están en condiciones de poder también diferentes. Los autores proponen la importancia de la traducción para el mutuo entendimiento, si bien pudo profundizarse en el problema de los límites de la traducción y el resto que siempre queda en todo proceso traductivo. Hacerlo sería muy coherente con la posición posestructuralista que resiste a toda homogeneidad, también en el campo del sentido.
El trabajo a la vez promueve una cuidada crítica del poscolonialismo (no en sus versiones latinoamericanas, sino en las originales de, por ej., Edward Said); advierte muy bien sobre la contradicción performativa de quienes critican al binarismo desde posiciones a su vez binaristas. Se advierte que los poscoloniales están en contra de la idea de una contradicción central colonialistas vs. colonizados, pero su discurso se afirma en la misma.
Por nuestra parte, pondríamos la crítica en otra cuestión, que afecta tanto a los posconialistas como a la crítica posestructuralista: el “binarismo” que se achaca al marxismo parece no comprender del todo a esta última línea de pensamiento. El marxismo –basta ver el ya añejo análisis de Mao sobre las contradicciones secundarias- nunca supuso que hubiera sólo una contradicción en la sociedad capitalista (burguesía vs. proletariado), sino que ésta es la que sobredetermina al resto. Y ésta es una afirmación que aún hoy puede hacerse significativamente, si se quiere entender las sociedades contemporáneas.
Por su parte los autores, en línea con la posición posestructuralista, tienen una consideración poco favorable del marxismo (p.ej., en pg.35); creemos que ello podría matizarse, ya que también la idea de que “el poder produce” tomada de Foucault, y que en éste se ha presentado a menudo como novedosa, es perfectamente compatible con nociones previas de la teoría marxista (¿acaso la “producción de hegemonía”, planteada por Gramsci, no implica claramente que el poder produce, que no es sólo una máquina de reprimir e impedir? ¿y la ideología, cuya noción es anterior, no es productora de efectos prácticos?).
Cabe subrayar –ya en referencia a otra temática del libro- la crítica que hacen los autores a la versión hegemónica de los estudios culturales, a la que sucumbió buena parte de la producción sobre comunicación en las últimas décadas. También es sugerente la recuperación de la relación constituyente entre comunicación y cultura, para que aquella no sea comprendida fuera de su efectiva concreción social. Por supuesto, ello implica que hay que ligar comunicación a cultura, pero ubicar la cultura como parte de lo social –que incluye lo económico- para no fetichizarla; y que se debe asumir que el objeto de lo comunicacional nunca se superpone con el de lo cultural “a secas”. De tal manera, el comunicólogo no es un nuevo antropólogo, sino alguien capaz técnicamente de dar cuenta de procesos comunicaciones específicos, ilegibles para la Antropología o para cualquier otra disciplina preexistente (aunque se valga de ellas, por ej. la semiótica, la cual da una clave parcial de dichos procesos).
Es notable el capítulo dedicado al movimiento brasileño de la Antropofagia, y la postulación de sus consecuencias para el pensamiento actual. Allí los autores muestran amplia capacidad para recuperar un movimiento artístico de clave casi idiosincrásica, y proponerlo en relación con valores universalmente defendibles: asumen lo latinoamericano sin desmedro de lo universal.
Particularmente apto para abrir discusión es el espacio propuesto para pensar la Comunicación como interdisciplina e indisciplina. Sin dudas que Comunicación se trata de un espacio de entrecruzamiento de discursos disciplinares, pero ello a partir de propuestas disciplinares previamente consolidadas (la Comunicación apela a la Sociología, la Lingüística, la Antropología, etc.); ¿puede imaginarse un conocimiento in-disciplinado que no partiera de mixturar y antropofagiar las disciplinas ya constituidas? Personalmente, entiendo problemático el planteo de una posible in-disciplina generalizada del conocimiento, que implicara la supresión simple de las disciplinas existentes; en todo caso, habría que especificar mucho más de qué se trata, antes que sostener su celebración a priori.
En todo caso, los autores plantean abiertamente el desafío a los rituales y rutinas propios del pensamiento tal cual está hoy codificado: y ello puede ser la base necesaria para re-pensar con profundidad lo anterior, para hacerlo materia prima de una reconversión suficientemente intensa como para promover nuevos horizontes de inteligibilidad.
También es fuerte la polémica que se abre con la idea de “pensar sin Estado” que nos traen los autores, y que asumen la contradicción de hecho que se produce en el marxismo, cuando se quiere eliminar el Estado a largo plazo, fortificándolo en el corto. Y donde la búsqueda de una vida comunista sin Estado implica una larga lucha previa, centrada precisamente en el control del Estado. Sin embargo, tampoco es obvio que el hacer caso omiso del Estado pueda permitir eliminarlo. ¿Es posible una especie de “subsunción” de las funciones del Estado por parte de la sociedad, como de algún modo ha planteado Holloway? ¿O se trata de no hacer caso del Estado aunque éste siga existiendo, lo cual sería una negación sólo ilusoria de los poderes que allí se conjugan?
En todo caso, los autores llaman a pensar sin centro, pensar con libertad, pensar sin autoridad. Para lo cual ellos saben invitar con exigencia intelectual y con rigor de pensamiento. En este sentido, si alguien pretende que el posestructuralismo es un llamado al más simple desorden, estará por completo equivocado: la libertad se conquista, y el posestructuralismo es un hijo –indeseado, eso sí- de la Ilustración.
Por lo cual este libro viene muy bien para las carreras de Comunicación, donde hay aún quienes creen que “teoría” es una mala palabra, y que el practicismo más ramplón puede ejercerse en nombre de supuestas “exigencias de la realidad”.-
Antropofagias (la indisciplina de la comunicación); de Víctor Silva Echeto y Rodrigo Brownes Sartori, Biblioteca Nueva, Madrid, 2007, 172 pp.
Bienvenidos el talante polémico y la seriedad cognitiva puestos en el trabajo de este par de investigadores que trabajan en universidades chilenas (aún cuando Silva Echeto sea oriundo del Uruguay). Por una parte, no sobra en la academia actual el ánimo para plantear discusiones, en contra de aquellos que obvian –en nombre de una mal entendida cortesía- toda crítica y todo enfrentamiento de ideas. A su vez, el cuidado en el estilo expositivo tanto como en la referencia a las fuentes, deja claro que el rigor intelectual es un prerrequisito de la crítica a los formalismos practicada por los posestructuralistas. Si alguien cree que deconstrucción es sinónimo de un crudo anti-método, o el elogio del acontecimiento una coartada para la pereza intelectual, este libro viene a contradecirlo de manera contundente.
El trabajo se compone de una serie de capítulos en gran medida independientes entre sí, aun cuando entrelazados por el enfoque que los subtiende: una búsqueda de politizar el debate sobre comunicación, desde una crítica radical hacia las nociones modernas de abstracción y de conceptualización, en lo que conllevan de homogeneizador y generalizante.
De ningún modo seguiremos el detalle de los textos que componen esta obra, lo cual nos llevaría demasiado lejos en longitud, pero además no haría justicia a la idea central que los rige: los meandros de la realidad debieran ser seguidos por el pensamiento en su minucia y su multiplicidad intrínsecas. Así, no cabe una síntesis que no resulte una traición a la versión previa que se pretendió sintetizar (la cual –por su parte- en esta tesitura nunca resultaría originaria).
Es destacable que –contra el adaptacionismo que gana a buena parte de la producción sobre comunicación en el subcontinente- el libro guarda una atenta decisión de intervenir en lo político: el capítulo sobre el 11 de setiembre chileno y el 11 de setiembre del ataque a las Torres gemelas es elocuente al respecto, poniendo nombre y apellido a algunos responsables no siempre conocidos; y la consideración no simplemente elogiosa de los estudios culturales (en su reconocida versión complaciente con el capitalismo de mercado), marcan definidamente lo que afirmamos.
La asunción de lo posestructuralista está planteada desde la idea de adecuarse a una episteme posmoderna; en el libro hay una escritura fiel al colapso de la modernidad, pero no por ello establecida en las abdicaciones al pensamiento crítico que son habituales en pensadores que se asumen como posmodernos. No es casual que los autores a que se apela (Derrida, Foucault, Deleuze) sean posestructuralistas y no propiamente posmodernos, pues en estos últimos el filo de la negación ha sido concientemente abandonado.
Un tema tan transitado como el de la interculturalidad es trabajado desde enfoques novedosos, y sin abandonarse a la torpe noción de simetría intercultural que suele proponerse desde el canónico “enfoque Benetton”: las culturas diferentes están en condiciones de poder también diferentes. Los autores proponen la importancia de la traducción para el mutuo entendimiento, si bien pudo profundizarse en el problema de los límites de la traducción y el resto que siempre queda en todo proceso traductivo. Hacerlo sería muy coherente con la posición posestructuralista que resiste a toda homogeneidad, también en el campo del sentido.
El trabajo a la vez promueve una cuidada crítica del poscolonialismo (no en sus versiones latinoamericanas, sino en las originales de, por ej., Edward Said); advierte muy bien sobre la contradicción performativa de quienes critican al binarismo desde posiciones a su vez binaristas. Se advierte que los poscoloniales están en contra de la idea de una contradicción central colonialistas vs. colonizados, pero su discurso se afirma en la misma.
Por nuestra parte, pondríamos la crítica en otra cuestión, que afecta tanto a los posconialistas como a la crítica posestructuralista: el “binarismo” que se achaca al marxismo parece no comprender del todo a esta última línea de pensamiento. El marxismo –basta ver el ya añejo análisis de Mao sobre las contradicciones secundarias- nunca supuso que hubiera sólo una contradicción en la sociedad capitalista (burguesía vs. proletariado), sino que ésta es la que sobredetermina al resto. Y ésta es una afirmación que aún hoy puede hacerse significativamente, si se quiere entender las sociedades contemporáneas.
Por su parte los autores, en línea con la posición posestructuralista, tienen una consideración poco favorable del marxismo (p.ej., en pg.35); creemos que ello podría matizarse, ya que también la idea de que “el poder produce” tomada de Foucault, y que en éste se ha presentado a menudo como novedosa, es perfectamente compatible con nociones previas de la teoría marxista (¿acaso la “producción de hegemonía”, planteada por Gramsci, no implica claramente que el poder produce, que no es sólo una máquina de reprimir e impedir? ¿y la ideología, cuya noción es anterior, no es productora de efectos prácticos?).
Cabe subrayar –ya en referencia a otra temática del libro- la crítica que hacen los autores a la versión hegemónica de los estudios culturales, a la que sucumbió buena parte de la producción sobre comunicación en las últimas décadas. También es sugerente la recuperación de la relación constituyente entre comunicación y cultura, para que aquella no sea comprendida fuera de su efectiva concreción social. Por supuesto, ello implica que hay que ligar comunicación a cultura, pero ubicar la cultura como parte de lo social –que incluye lo económico- para no fetichizarla; y que se debe asumir que el objeto de lo comunicacional nunca se superpone con el de lo cultural “a secas”. De tal manera, el comunicólogo no es un nuevo antropólogo, sino alguien capaz técnicamente de dar cuenta de procesos comunicaciones específicos, ilegibles para la Antropología o para cualquier otra disciplina preexistente (aunque se valga de ellas, por ej. la semiótica, la cual da una clave parcial de dichos procesos).
Es notable el capítulo dedicado al movimiento brasileño de la Antropofagia, y la postulación de sus consecuencias para el pensamiento actual. Allí los autores muestran amplia capacidad para recuperar un movimiento artístico de clave casi idiosincrásica, y proponerlo en relación con valores universalmente defendibles: asumen lo latinoamericano sin desmedro de lo universal.
Particularmente apto para abrir discusión es el espacio propuesto para pensar la Comunicación como interdisciplina e indisciplina. Sin dudas que Comunicación se trata de un espacio de entrecruzamiento de discursos disciplinares, pero ello a partir de propuestas disciplinares previamente consolidadas (la Comunicación apela a la Sociología, la Lingüística, la Antropología, etc.); ¿puede imaginarse un conocimiento in-disciplinado que no partiera de mixturar y antropofagiar las disciplinas ya constituidas? Personalmente, entiendo problemático el planteo de una posible in-disciplina generalizada del conocimiento, que implicara la supresión simple de las disciplinas existentes; en todo caso, habría que especificar mucho más de qué se trata, antes que sostener su celebración a priori.
En todo caso, los autores plantean abiertamente el desafío a los rituales y rutinas propios del pensamiento tal cual está hoy codificado: y ello puede ser la base necesaria para re-pensar con profundidad lo anterior, para hacerlo materia prima de una reconversión suficientemente intensa como para promover nuevos horizontes de inteligibilidad.
También es fuerte la polémica que se abre con la idea de “pensar sin Estado” que nos traen los autores, y que asumen la contradicción de hecho que se produce en el marxismo, cuando se quiere eliminar el Estado a largo plazo, fortificándolo en el corto. Y donde la búsqueda de una vida comunista sin Estado implica una larga lucha previa, centrada precisamente en el control del Estado. Sin embargo, tampoco es obvio que el hacer caso omiso del Estado pueda permitir eliminarlo. ¿Es posible una especie de “subsunción” de las funciones del Estado por parte de la sociedad, como de algún modo ha planteado Holloway? ¿O se trata de no hacer caso del Estado aunque éste siga existiendo, lo cual sería una negación sólo ilusoria de los poderes que allí se conjugan?
En todo caso, los autores llaman a pensar sin centro, pensar con libertad, pensar sin autoridad. Para lo cual ellos saben invitar con exigencia intelectual y con rigor de pensamiento. En este sentido, si alguien pretende que el posestructuralismo es un llamado al más simple desorden, estará por completo equivocado: la libertad se conquista, y el posestructuralismo es un hijo –indeseado, eso sí- de la Ilustración.
Por lo cual este libro viene muy bien para las carreras de Comunicación, donde hay aún quienes creen que “teoría” es una mala palabra, y que el practicismo más ramplón puede ejercerse en nombre de supuestas “exigencias de la realidad”.-
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